Como cada tarde se sentó en el sillón a esperar a su marido, sabía que tardaría en volver, pero le agradaba sentarse frente a la ventana y contemplar la vida del barrio mientras la brisa de la tarde acariciaba su cara. Era curioso cómo había cambiado el barrio en estos años. Cuando su marido y ella se mudaron era un barrio tranquilo, donde todos se conocían por el nombre. Ahora, sin embargo, le costaba reconocer las caras que veía por la ventana.
Como cada tarde se preparó un té con galletas, era el único vicio que le quedaba, las galletas con pepitas de chocolate. Antes, podía comerse una caja entera; ahora, por desgracia, el medico se las había prohibido. Le había dicho que las cambiara por unas sin azúcar, pero eso más que una galleta era un trozo de cartón.
Como cada tarde se quedó dormida con la llegada del atardecer. La ciudad parecía arrullarla con su murmullo, era como si saber que la vida seguía su curso la meciera y tranquilizara. Como cada tarde su hija la despertó para que se uniera a la cena y, como cada tarde, ella le dijo que deberían esperar a su padre. Como cada tarde desde que su madre sucumbió a la enfermedad, se vio incapaz de decirle que papa no vendría. Se vio incapaz de decirle que, aunque no lo recordara, el barco de papa se hundió hace veinte años y nunca más la despertaría con un beso.