Era uno de los días más calurosos del año, la ciudad permanecía en silencio como aguardando una tregua que el sol no parecía dispuesto a dar. El silencio se rompió con el llanto de las pequeñas, su madre las había abandonado a las puertas del convento. En aquella época el hambre y la desesperación, había llevado a muchas madres a desprenderse de sus hijos, pero en este caso la razón parecía otra: las niñas estaban unidas por cadera y hombro. Eran gemelas siamesas. Siendo aún muy pequeñas fueron “adoptadas” por el dueño de un pequeño circo. Al principio eran solamente un fenómeno de feria, algo que colocar entre el hombre lagarto y la mujer barbuda. No fue hasta la adolescencia cuando descubrieron sus dotes para la danza. Viéndolas bailar olvidabas lo peculiar de su situación, era como si sus pies no tocaran el suelo, como si la música las sumiera en un trance del que no querías que despertaran.

Su espectáculo llenaba la pista noche tras noche, cerrando cada función con un rotundo aplauso. Ya nadie las miraba como bichos raros, eran estrellas. Todo era perfecto hasta que un joven mago apareció en sus vidas. Era nuevo en el circo, y desde el momento en que se vieron comprendieron que estaban hechos el uno para el otro. La relación no fue bien acogida por su hermana, esta insistía en que el mago solo quería separarlas. Ella pensaba que solo eran celos y que tarde o temprano lo asimilaría. Pero nunca lo asimiló, hacía lo imposible por separarlos hasta que la pareja comprendió que la única forma de seguir juntos era abandonarla. Una noche tras la función la sedaron y, utilizando la sierra que el mago usaba en su número, separaron a las siamesas. Los gritos de dolor inundaron la noche hasta que súbitamente cesaron. Ambas yacían muertas en el suelo, ¿qué había salido mal?, entonces lo comprendió, no podían vivir separadas ya que en su pecho latía un único corazón.